domingo, 30 de diciembre de 2012

Salidas de campo en Colombia (narrativas)


Un viaje para la memoria, entre la magia y la sorpresa

JHON JAIRO SARMIENTO CARDOZO

Como quien abre un libro y empieza a leer su contenido sin antes haberlo hecho. Así inicio nuestro recorrido hacia la parte norte del país, sin saber que experiencias nuevas tendríamos en esta nueva lectura de nuestro territorio nacional.

En una madrugada sin muchas nubes y con un entusiasmo casi palpable por la temprana llegada de algunos de nuestros compañeros al sitio de encuentro, o también por el abundante equipaje de cada uno de nosotros e incluso por los comentarios que parecían acelerar el momento de la partida, nuestra emoción no se podía ocultar; todo lo que teníamos en esta extensa ciudad daba la impresión que nos interesará poco, que queríamos dejarla atrás y vivir un contexto diferente en donde nuestra falso acento costeño, fuera a ser el elemento preciso para lograr vincularnos normalmente con la gente de la costa.


Poco a poco comenzamos a alejarnos de los territorios que nos eran conocidos, observando como la geografía iba cambiando a medida que el bus avanzaba, empero, la geografía no era lo único que nos representaba algo significativo, también estaba la historia, aquella en la que nos estábamos movilizando, recordando en cada espacio un episodio de lo acontecido en el país, ejemplo de ello fue nuestra llegada a Guaduas, sitio en que logramos tomarnos fotos con la casa de Policarpa Salavarrieta como fondo, o que mejor que cuando estuvimos en Arácataca. Bueno, esa es historia de otro día, pero aún así, poder ver los municipios que hicieron parte de la ruta que se trazo para llegar al mar, fue una serie de momentos e imágenes que nos iluminaron los ojos y nos hicieron sentir más colombianos.

Retornando el primer día, puedo decir que el largo trayecto no nos fue muy perceptible sino hasta llegada la tarde a razón del cambió que tuvo el camino de un momento a otro, dejando atrás las curvas de la vía para tener frente a nosotros una infinita recta como carretera, viendo un paisaje repetitivo que producía en algunos de nosotros algo de sueño. Eso sí la vegetación era distinta a la que tenemos en la Ciudad o en su Sabana, el ganado, la comida, el clima y hasta la gente también lo eran, esta ultima, la gente, a causa de las formas en como la veíamos y comparábamos, ya que el vestir, el hablar y el ver la ciudad o el sitio en que vivían nos decían mucho en cuanto a sus expresiones y actividades diarias, incluso en algunos sitios en donde las personas nos observaban de manera extraña, sin saber si fue a causa que no disimulábamos que éramos del interior o a causa de que la zona era territorio paramilitar y podríamos ser mal vistos por múltiples razones. En todo caso el día se hizo noche y la percepción que se tenía antes de la partida se afirmaba o negaba en cada uno, así lo pudimos sentir y socializar, tanto en el bus como cuando llegamos al hotel en Aguachica (Cesar).

Para acomodarnos fue cosa sencilla, cada quien sabía cual era su grupo de amigos, entendiendo que este tipo de actividades se disfrutan mejor cuando se esta con gente con la que se comparte buenos momentos. Posterior a ello, un grupo de amigos y yo nos fuimos a conocer el pueblo y a pasar un buen rato, pues el tiempo era limitado y tocaba saber aprovecharlo, ya que la apretada agenda nos lo exigía. Fue entonces donde notamos que la gente en el norte del país no baila el vallenato como nosotros pensábamos, diagnostico que realizamos luego de ver ó más bien de que nos vieran como bichos raros cuando salíamos a bailarlo, y aunque el vallenato sea para muchos bogotanos motivo de baile y parranda, el contexto en que nos hallábamos era diferente, pues en la tierra donde se oye con gran frecuencia este género musical, la cosa es algo distinta, pues allá se canta y se siente con intensa emotividad, bailándolo más bien poco.  Sin embargo no fue que nos preocupáramos por eso, pues al fin y al cabo no estábamos haciendo nada malo, así fue pasando la noche cuando poco a poco comenzaron a llegar la mayoría de compañeros al sitio en que nos encontrábamos, haciendo de esa noche un instante más para recordar.

Al día siguiente o más bien ese mismo día en la madrugada luego de entrar al hotel con una inmensa alegría y de dormir unas horas, volvimos a retomar nuestra ruta, ya cansados por el duro viaje y por nuestra ameno momento de interacción en la noche, seguimos trabajando en nuestra observación junto con las guías que contábamos desde un principio, reconociendo que ese recorrido era parte del trabajo conjunto de tres proyectos de investigación, y que a pesar de ello sabíamos que era una experiencia que íbamos a aprovechar y disfrutar. Continuando con el relato, fueron pasando las horas en el bus y nuestra emoción no disminuía, acercándonos en cada minuto a un nuevo destino y a un instante más para recordar. Ya, ahora sí en Aracátaca, en la tierra de Gabo y sus mariposas amarillas, tuvimos la oportunidad de ver el tren y revivir a Macondo en uno de sus capítulos, pareciendo que la llegada de ese enorme aparato se repitiera y fuéramos nosotros quienes le dábamos la bienvenida en la estación, período en el que comenzamos a narrar nuestras sensaciones y conocimiento como trabajo previó desde Bogotá acerca del imaginario del costeño y el cachaco, tarea que antecedía la socialización del relato de la ruta macondiana, y que a la vez fue interrumpida por una aracatera que colocaba considerable atención a nuestra labor, comentando posteriormente a todos los asistentes cual era su imaginario como costeña, agregando el cómo Aracátaca-Macondo de cada uno de sus habitantes vive y se mantiene, como también de que forma reviven en su día a día a su personaje más ilustre. Los curiosos no fueron tan solo los que se acercaron a la estación, sino más bien todas las personas que nos encontrábamos, con quienes nos tomábamos fotos y a quienes les terminábamos comprando algo. Al final de nuestro apresurado pasó por aquel simpático pueblo, nos pusimos en marcha nuevamente en el bus, llegando casi que en  un corto tiempo a Ciénaga y luego a Santa Marta, ciudad en donde nos esperaba una gran emoción al tener el primer acercamiento con el mar, claro, no todo fue tan rápido, pues con el día que teníamos hasta ahí nos correspondía adelantar algo del trabajo  de la guía del día, para lo cual nos apresuramos en elaborarlo y acomodándonos en el nuevo hotel, sitio en el que nos quedaríamos dos noches, pero bueno, después de todo logramos que nos quedará un corto tiempo para ir al mar, fue para nosotros una sorpresa cuando llegamos y observamos un color grisáceo en el agua, cosa que nos gusto del todo, sin embargo: mar es mar, no nos importo mucho y prestos a meternos dejamos las cosas en la playa, y de unas pocas zancadas estábamos ahí, nadando, intentando nadar y tragando algo de agua salada. Apresurados por el tiempo nos tomamos fotos en el mar e hicimos lo que se suele hacer en la playa con los amigos o familiares, enterrarnos en la arena y tomar el recuerdo fotográfico que se comentará en casa. Terminamos nuestra cita con esa inmensa piscina y nos dispusimos a ir al hotel, bañarnos e ir al recorrido nocturno por el centro histórico, camino que nos agrado de sobremanera y que nos dejó aún más emocionados, pues no todos los días estamos frente a los restos del un fundador del siglo XVI o frente al malecón de Santa Marta con su exuberante  color, sonido y luces de los barcos que arriban en el puerto de la ciudad. Ya, nuevamente sintiendo algo de cansancio y horas de sueño atrasado terminamos, por hacer las compras para el día siguiente y prepararnos para las nuevas sorpresas que nos traería ese nuevo amanecer.

El paraíso de país que comenzamos a observar hace dos días, nos seguía llenando de ricas experiencias, y otra de tantas era la que nos esperaba aquel día. Madrugando como era usual, nos montamos en el bus para ir camino hacia el Parque Nacional Tairona, donde nos aguardaba una larga caminata que realmente no sentimos sino hasta la hora de ver el reloj y el tiempo que llevábamos, cosa que pasó a un segundo plano luego de ver las ardillas, el mico titi  y finalmente un gigantesco mar, un paraíso que se consideraba como cortado de un folleto de viaje turístico con aguas de un color azul aguamarina, un oleaje que nos empujaba hacia la playa y una brisa con un sonido lleno de vida que ayudaba al sol para que nos iluminará ese hermoso paisaje. Las playas del Tairona fueron el espacio preciso para el contraste de la arena y el mar, como a su vez con la imagen que tuvimos el día anterior en la ciudad de Santa Marta, pero no solo fue con la urbe, sino también fue el cambió que notamos en cada uno de los elementos de aquellas playas que hacen parte de ese Parque Nacional, cogiéndonos por sorpresa cada nueva imagen, incluyendo, la gran cantidad de extranjeros que observamos en playas colombianas, haciéndonos sentir más cautivos y orgullosos de nuestro país. Así termino nuestra visita; con una amena caminata de regreso y acompañada de una suave y fresca lluvia, aparte de ver gente cordial y no tan cordial, pues la oportunidad de sacarle la plata a los visitantes es algo que se pelea en ocasiones. Terminando aquel espectacular día hicimos con un grupo de amigos un último recorrido en las calles de Santa Marta, charlando con un samario que trabajaba en una estación de gasolina, el cual nos comentaba la poca vida que tiene la ciudad cuando no es temporada, a la vez que nos compartía los apodos, algo curiosos que les tienen a los barranquilleros, se dio fin al segundo día de esta salida de campo.


En nuestro cuarto día dejamos el hotel y la ciudad de Santa Marta, ahora rumbo a Rioacha, las maletas estaban nuevamente listas,  igual como estábamos la mayoría para tomar unos minutos o par de horas para dormir en el bus. El desayuno, el almuerzo y la comida eran algo significativo que nos recordaba que estábamos fuera de casa, pero al final, era algo por lo cual estar alegre, pues vivíamos nuevas experiencias en comidas y sabores. Ya sobre las horas de la mañana llegamos a otra ciudad, en donde el hotel fue nuestra primera parada, un lugar que es usual encontrar en la costa cerca a la playa, donde algunos se escaparon para tomar fotos, mientras otros estábamos cambiándonos para la próxima cita, pero sin embargo todos llegamos a la hora acordada para abordar el bus e ir a la impresionante obra de ingeniería que es el Cerrejón,  sitio en que nos atendieron con gran rapidez y donde se nos informó las reglas que debíamos cumplir durante la visita. Es preciso decir que las normas de seguridad fueron bastante fuertes y recalcadas, pero que en todo caso no eran problema para nosotros, sin embargo, fue asignada una persona que nos recordaba constantemente el reglamento. Así iniciamos nuestra visita a bordo de un bus de la empresa; el calor se hacia presente de una manera que no habíamos sentido en días anteriores, luego, a medida  que íbamos avanzando nos refrescaba una leve brisa. Al terminar el tiempo y al subirnos a nuestro bus, tuvimos una mejor charla acerca de las sensaciones  que tuvimos, expresando algo de rabia por el gran daño a la tierra y a la misma fauna que habitó allí algún día.

Próxima parada: Paraguachón, sitio que queríamos imaginarnos de forma diferente a la manera que la descrita su gente: La Tierra de Nadie”, pues la gente que pasa como la que vive allí, no se interesa por como se ve aquel territorio, eso sí sin nombrar la falta de presencia de ambos gobiernos (venezolano y colombiano), espacio al que algunos comparamos con Maicao debido a las calles tan sucias y la falta de cuidado de la gente consigo misma. Así, con una imagen triste y desolada por el cariño que se le quisiera dar a cada centímetro del territorio nacional dejamos atrás estos dos lugares que mueven cantidades impresionantes de comercio pero que no guardan un recuerdo agradable en las mentes de quienes desearían ver un paraíso. Maicao fue visto por nuestros ojos de manera muy apresurada, podría ser ligero decir que es igual a Paraguachón, sin embargo hay una conexión innegable entre ellos.Terminamos de esta manera nuestro cuarto día, eso sí sin dejar de lado el trabajo previó de levantamiento de tierra e imaginarios para nuestros enfoques particulares de consulta, realizado durante nuestro regreso a Rioacha.

El inició del quinto día comenzó igual a los demás, muy temprano, pero en esta ocasión contando con el imprevisto de seis compañeros que se quedaron por no llegar a la hora indicada, teniendo que alcanzarnos en el punto donde paramos para desayunar: “Cuatro Vías”, un sitio peculiar que parece señalar los puntos cardinales. Una vez listos nos dirigimos hacia Puerto Bolívar, en donde camino a él observamos la población de Uribia y la gente de característica Wuayu. Ya en las puertas de acceso al Puerto ocurrió lo inesperado: la salida del tren y su estruendoso pito anunciaba la muerte de una joven cabra, momento que quedó grabado en más de una de las cámara de mis compañeros, pasado el episodio y después de una larga espera entramos al Puerto, pero en esta ocasión no fue tan sorprendente la infraestructura, pues no es lo mismo verla en un bus que bajarse por unos minutos y observar con más detenimiento, aunque igual era una obra esplendida. Salimos de ahí sin mucha emoción, sin saber que nos iba a durar muy poco, por tanto que el siguiente punto al que nos dirigíamos era algo exuberante, El Cabo de la Vela, el desierto, la poca vegetación y los Wuayu que se observaron en nuestro trayecto a este sitio, nos daban una impresión que se complementó con nuestra llegada. Tanto los estudiantes como los profesores a cargo estábamos maravillados, el agua del mar era nuevamente el principal actor, el contacto con los habitantes del Cabo fue una experiencia diferente a la que tuvimos con los Wuayu que encontramos en Rioacha, todo fue un hermoso conjunto, unido claramente a las emociones de cada uno de nosotros y los agradables momentos que pasamos allí, esperando volver prontamente y seguir conociendo de aquel extenso lugar.

Volvimos del Cabo de la Vela a Rioacha, algo cansados pero alegres, alegría que se reflejo en casi tres horas de canciones interpretadas por nosotros mismos durante el regreso, aun con ese regocijo y decididos a continuarla, nos fuimos a los cuartos del hotel, y una vez bañados y cambiados, realizamos el trabajo correspondiente a ese día, una vez terminado, cada quien estaba acabando de comprar los recuerdos que entregarían a sus familiares y amigos con respecto a aquellas tierras (mochilas, manillas, cinturones, etc.), pero como es costumbre no nos podíamos ir sin antes haber ido de fiesta, estábamos en la costa y tocaba aprovechar, terminando el festejo entre dos y tres de la madrugada, entendiendo que nos tocaba levantarnos y entregar los cuartos un par de horas después.

Ya se acercaba el final de nuestra salida, nuestro viaje, nuestra nueva experiencia de seis días. Nos subimos al bus y como si fuera el primer día seguíamos tomando fotos, dejando atrás el mar para ir ahora a la tierra del acordeón y las maracas, “Valledupar”, del entusiasmo con que abordamos el bus y sin saber en que momento, todo el bus permaneció en silencio, producto de un pesado trabajo y un largo viaje que originó sueño en cada uno de los asistentes. Por fin en la ciudad y sin percatarnos de la llegada, bajamos a desayunar, degustando un nuevo plato para algunos, algo que supimos aprovechar con gran gusto: el bollo de  yuca, repitiendo en más de una ocasión, alimento que reanimó y nos hizo ir en busca de algo que no había encontrado en Rioacha, una mochila arahuaca que luego de una interesante búsqueda logramos hallar en un local de artesanías, eso sí costo un ojo de la cara, pero valió la pena, mi felicidad era absoluta, una viaje maravilloso, sin percances ni contratiempos, y con una ultima ciudad que fue en general de agrado para todos, un Valledupar que me hizo querer escuchar vallenato a pesar que no es de mi total gusto, un Valledupar con un ambiente que incita a la fiesta, un Valledupar en el que supe porque su gente vive emparrandada.

Dejando atrás todo ese paisaje, y tomando nuevamente la casi infinita carretera que carece de curvas y que se muestra demasiado monótona y aburridora en instantes, nos preparábamos esta vez para llegar a nuestra ciudad, esperando aclimatarnos al frió característico de Bogotá. Aún con muchas horas por delante antes del final, llegamos a Pailitas para almorzar, sin hacer muchas observaciones creí que estaba por un instante en Girardot, esa bendita costumbre de creer reconocer lugares o relacionarlos con otros. Durante nuestro ultimo trabajo de la salida, se notaba el agotamiento del cuerpo y las ganas de llegar a descansar, en el almuerzo se recobro las fuerzas para los chistes y las bromas, igualmente como sucedió en la siguiente parada, en el tiempo que se nos dio para refrescarnos y en el que se notaba la energía que aun se guardaba para reír, y como elemento agregado para festejar el buen viaje, cantamos el Happy Birthday a una de nuestras compañeras, una lindo momento para tener en cuenta.

Así pasamos nuestro recorrido, llegando tal vez como con una muestra de nuestra proximidad a tierras elevadas, con una inclemente lluvia que nos hizo resguardarnos en el bus, aun si se tuviera hambre y estuviéramos en un parador, la gente no permaneció tanto tiempo por fuera, además todos queríamos dormir, cosa que se llevo a un buen termino cuando volvimos a arrancar y que se prolongo hasta nuestra llegada a la Sabana de Bogotá, en donde la gente comenzó a arreglarse y buscar que no se le quedará nada, pero como en todo viaje: no falta el que se le olvida o pierde algo. Ahora sí todos nos despedimos esperando vernos nuevamente, con nuevas amistades  e historias que contar, fue así como cada uno se encamino hacia su casa para comenzar a entregar los recuerdos, y narrar lo vivido.


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